Tengo que confesar algo. Este niño cinéfilo a veces traicionó sus principios.
Algunas tardes, mis padres, de punta en blanco, anunciaban:
- Poneos guapos que nos vamos al cine.
Eso quería decir que íbamos a algún estreno, es decir, al centro. Quería decir que nos tomaríamos un enorme batido, pero no en el Tolón, Tolón, sino en un café de aquellos grandes y elegantes. Y que veríamos escaparates. Quería decir que Iríamos a uno de los imponentes cines de estreno con portero vestido de almirante. Y papá remataría el exceso, comprándonos un tubo rojo de chocolatinas Nestlé, para endulzarnos la proyección.
- Hummmmm………
Resultado: nos daban el dinero del cine y se iban solos.
El botín de la traición era una fortuna que nos daba para cambiar una enorme pila de comics en el Cambio del barrio.
Pasábamos, mi hermano y yo, la tarde uno frente al otro sin hablarnos a penas, dándonos un atracón de Carpanta, las hermanas Gilda, Zipi y Zape, Doña Urraca, Mortadelo y Filemón. Cambiábamos Doris Day por Julieta Jones, Gregory Peck por Rip Kirby, Burt Lancaster por El principe Valiente, Thelma Ritter por La pequeña Lulú.
Valga en mi defensa que en los cines del estreno no ponían mas que una peli.
